Dentro. Escuela de Escritores, 1

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Photo by Julia Sabiniarz on Unsplash

Casi siempre me quedo en casa. Mi padre prefiere que esté dentro de las cuatro paredes, porque como dice, “Cuando tu estás aquí, yo sí puedo vivir.” No es que sea cruel, mi padre, solo es que me quiere proteger.

Me despierto la primera pero no me muevo. Mis pasos en las baldosas suenan demasiado fuertes antes del alba, sin coches ni gente en la plaza. Tengo catalogados a los pájaros. Los ruiseñores rompen el silencio con su cháchara. Hay uno en la parte este de la plaza que parece dirigir con su canto, como si fuera el noticiero de la bandada. Luego empiezan los mirlos, que crean un alboroto con las hojas de los laureles. Más tarde son los ah-ah-ah de los cuervos. Los demás pájaros deben haberse esfumado, porque no los vuelvo a oír una vez llegan estos. Dios sabe qué comen, en esta ciudad hambrienta, y mucho menos en los días malos. Pero siempre aparecen, y con ellos, finalmente se levantan mis hermanos.

El aceite sisea y chisporrotea y echa corrientes de olor. Como no puedo ayudar mucho, procuro comer muy poco, o nada, pero solo lo sufro a la hora del desayuno. Gruñen mis tripas y finjo no oírlas. El olor despierta a mi padre y me escondo en su mesa-camilla como escudo, porque a veces me salpica el aceite y es como si cocinara sobre mi piel. Mis hermanos no son crueles, claro que no, pero si al menos me dejaran salir a esas horas de la mañana cuando casi nunca hay ni peleas ni soldados, sería mejor. Lo bueno es que cuando se van, y se enfría un poco el aceite, arrastro lo que tengo a mano – como el ultimo pedazo de pan, o la bolsita de plástico, o mis dedos solos – tras lo que queda en la sartén. Siento como crujen los restos del desayuno debajo de mis dedos. Los chupo hasta comer la última gota de aceite, el último grano de sal.

Antes de la guerra me iba a estudiar con las otras chicas, yo escuchaba las lecciones con todo el mundo. Mi madre me vestía con el áspero uniforme y los calcetines esponjosos, y las chicas de al lado me acompañaban, hablando de las lecciones o los chicos o lo que sea, en general de menudencias… Ahora ni ellas van a la escuela, ninguno de los padres puede permitírselo.

Mi padre y mis hermanos no son crueles, claro que no, pero sí que me ven como una responsabilidad más. Creen que soy estúpida. Pero yo sí sé que quieren mandarme a un convento por lo de los chicos de la plaza que intentaron entrar durante el día. Sé cuando vienen los soldados por el levantamiento de polvo y el silencio que va cubriendo la plaza. Sé cuando quedarme pegada al suelo, y cuando ha terminado el jaleo. Sé que mi madre está muerta, aunque no me lo reconocen. Sé hacer todos los quehaceres de la casa, y hago de una choza un hogar. Sé arreglármelas con la regla y los calambres, y ellos ni se han enterado que ya soy mujer. ¿Quiénes son los estúpidos? ¡Si ya tengo 16 años! Sé cuando mi padre va con mujeres, por el olor a perfume que trae su ropa. Sé que mi hermano ha vuelto con esa pandilla que vende armas, porque huele a pólvora antes de su baño, y a veces oigo que esconde billetes. Sé que la situación se recrudece cuando el gobierno se retira, y también cuando avanza. Sé, más que nada, que quedarme en casa no me mantendrá a salvo para siempre.

 

Cuento de 600 palabras, para la clase Desbloqueando tu creatividad, Escuela de Escritoras, Madrid

(Foto: Vista de la ciudad bombardeada de Nuremberg. Visto a distancia es la Iglesia Lorenz, y al lado derecho, una estatua de Kaiser Wilhelm I. Photo credit: United States Holocaust Memorial Museum, courtesy of National Archives and Records Administration, College Park)

 

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